No eran todavía las nueve
de la noche y ya la glorieta que albergaba la verbena hervía de
bullicio. Como un avispero estridente, las risas vibraban en el aire
caliente del verano, más valientes a medida que sobre la luz
vespertina avanzaba la noche con su perfume de fruta y hierba segada.
En el vértice sur de la plaza, altiva y vigilante, escupiendo
desprecio por su víbora boca a los que se atrevían a citarla, Inés,
la bella Inés, esperaba a su
hombre. Evitaba, por dignidad, movimientos de cuello a Este ni Oeste,
pero el fuego de sus ojos y la lividez del rostro mostraban obvia su
ira. Por fin, un bramar de pistones, válvulas y gasolina dio paso al
polvo agresivo de un gigante a lomos de una Harley que invadió la
pista entre la ovación de unos y las maldiciones de otros. Bien, ahí
estaba. Una oleada de violenta envidia invadió el recinto, pendiente
ahora de ambos jóvenes que se medían con la mirada.
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