Enrique García-Máiquez
EL marmolista al que he encargado la lápida para nuestra perrita muerta
me acompañó en el sentimiento y celebró los versos del epitafio. Le
sorprendió, viendo las fechas, la premura con que lo había escrito. En
realidad, estaba preparado desde hace años. Reza así: "Descansarán, por
fin, los pobres gatos,/ las ratas, los vecinos, las gaviotas.../
Solamente sus dueños, medio idiotas,/ de menos echarán tan malos ratos".
Lo escribí desesperado con los líos en los que nos metía el
instinto cinegético de nuestra pequeña teckel. Llegó a capturar una
gaviota en la playa ante la mirada de horror de los veraneantes; ladraba
sin descanso (ni suyo ni del vecindario) a los gatos del barrio; tenía
jurada una enemistad mortal (literalmente) con las ratas del mundo. Yo
ahora sería incapaz de mantener la ironía del epitafio, entre otras
cosas, porque en su ancianidad Pukka se dio, como un Juan de Mañara
canino, a una vida de serenidad, reclusión y arrepentimiento.
Hijos de nuestra época o, mejor dicho, nietos de la anterior, la
del compromiso social, no podemos evitar cierto cargo de conciencia,
¡encima!, por sentir tantísimo la muerte anunciada de una perrita que ha
vivido 16 años como una reina (como una reina despiadada, la mayoría
del tiempo). Hay tanta miseria en el mundo... Pero no. El alma no tiene
numerus clausus de sensibilidad. Cuánta más emoción, mejor. Admirar una
rosa no nos hace indiferentes al dolor del universo.
Calmada la mala conciencia, comprendo bien la inquietud de san
Juan Pablo II o del papa actual por la eternidad de los animales, a la
que ambos entreabrieron una puerta. Veo claro que Dios contempla su
creación con un amor sin fisuras y que, siendo omnipotente y
omnisciente, es omnimemorioso. En la memoria de Dios, uno de los mejores
sitios en los que se puede estar, Pukka sigue persiguiendo furiosamente
y, por fortuna, con sus patitas cortas, a gatos sin cuento.
Para los nos creyentes y para los creyentes también, para todos,
nos quedan nuestros propios recuerdos. Hechos a imagen y semejanza de
Dios, nuestra memoria tiene ese mismo poder salvífico. Que se lo
pregunten a Jorge Manrique: ''Dejónos harto consuelo,/ su memoria''.
Esto, estos días, lo estoy viviendo como una exigencia, no sólo
nmemotécnica, sino de finura de espíritu y de limpieza de corazón.
Debemos estar a la altura de nuestros recuerdos, sosteniéndolos. Cuánta
vida depende de la nuestra.
Publicado en Diario de Cádiz el 14-4-15
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